Descubriendo la Hipocresía
Una de las peores cosas de representar el mal en las religiones de todo el mundo es que, cuando pasa algo horrible o fuera de toda lógica, todo el mundo corre a meterme a mí la culpa. Que si oían heavy metal, veían series violentas, desde pequeños los maltrataban sus padres (y por lo tanto gente mala, y por lo tanto yo), cuando en realidad son las religiones, que tratan de influenciar a la gente para hacer cosas buenas, las que empujar a los descerebrados a realizar actos abominables. Pero bueno, son gajes del oficio. Al menos cuando todos esos soplapollas llegan al infierno me encargo de que sufran las peores de las torturas, porque no hay ni paraíso ni vírgenes de regalo por hacer el “bien” en la tierra, solo varas al rojo vivo introducidas por el ano y clavos y cristales rotos como menú todos los días.
Por eso cuando Virgi comenzó a descubrir cómo funcionaba el mundo y la jerarquía que, ya en el colegio, impera en la Tierra, no tardó mucho en juzgar como es debido a todos a los que de cara a la galería se les hincha el pecho hablando de sus buenas obras, mientras en sus casas son las bestias más peligrosas del mundo. Mi hijo comprendió pronto, antes de lo que yo esperaba, que su misión no era solamente la de hacer el mal o destruir sin lógica, sino más bien castigar a los verdaderos villanos; y entre buen acto y buen acto, si quería destruir alguna ciudad por puro vicio, ¿quién era yo para negárselo? Es decir, vale que hay que apuntar cuándo quieres castigar, pero a veces la forma más sencilla de hacer el auténtico bien suele ser llevarse por delante a un montón de inocentes que, con cada exhalación, no hacen más que enfermar el planeta.
Pero antes de la exterminación global y las ciudades enteras calcinadas, que ya llegarían, mi hijo se centraba solamente en aquellos monstruos que, tras sus máscaras, se dedicaban a impartir tristeza y dolor entre sus semejantes.
Y hubo suerte, porque de eso los había a patadas en su barrio.
Fue un sábado cuando empezó una de sus primeras lecciones al ser humano, mientras jugaba en el parque a futbol con otros chicos. Ninguno era realmente su amigo, y a Virgi no le gustaba mucho hacer amistad, pero entendía que era necesario si quería conocer el lado malo de la gente, así que entre patada y codazo, entre gol y abrazo, se hizo compañero de un chaval que aparentaba más años que ellos, sin ser así, de nombre Rafael y cuyos padres habían emigrado hacía poco a la ciudad. Tenían una religión de la que mi hijo todavía no había leído nunca, en la que su madre llevaba un pañuelo en su cabeza y su padres vestía como le daba la gana, pero aquello poco le importó, lo que realmente le hacía activar las alarmas era el miedo que notaba dentro del corazón de aquel niño con cuerpo de adolescente, así que se acercó a él de un modo fraternal.
Pronto iban a todos lados juntos y hablaban de todo tipo de tonterías (al menos se lo parecían a mi hijo, mucho más amplio en cuanto a conocimientos y temas de conversación) y jugaban sin parar a lo que fuera que se inventaban. Pero una tarde Rafael, inexplicablemente, no apareció. Cuando se acercó a su casa y le preguntó ala madre, solo encontró evasivas que olían a mentira cada una de las letras que las formaban. Así que tuvo que usar su, todavía no del todo listo, poder de lectura mental, y averiguó que Rafael en realidad estaba en su cuarto malherido por una especie de paliza extraña de la que había sido víctima. Como se dio cuenta de que su madre no iba a darle mucha más información, se despidió, y con su inacabada habilidad para volar llegó hasta el cuarto piso donde vivían y se coló por una ventana. Encontró rápidamente a Rafael en su cuarto y este, asustado, no supo en un primer momento qué decir, hasta que Virgi le preguntó si estaba bien y, sin más, se puso a llorar. El contacto físico nunca fue una cualidad muy controlada por mi hijo, pero en aquella ocasión puso todo su empeño en abrazar a su amigo porque sabía que, si lo hacía, conseguiría toda la información.
Y así fue.
Al parecer un par de días a la semana Rafael iba con sus padres a unas reuniones donde compartían charlas y aperitivos con otros amigos. Lo extraño y poco conocido era que no solamente iban los pertenecientes a su religión, sino que también se unían cristianos y judíos, en un intento por estrechar lazos y hacer que no hubiera más problemas entre razas y credos. Aquello tanto a Virgi como a mí nos sorprendió mucho, ya que una de las causas de que el mundo estuviera tan jodido era el odio que estas religiones se escupían a la cara día tras día, y una luz de esperanza hizo que pensase que, a corto plazo, me iba a quedar sin trabajo. Hasta que Rafael siguió hablando.
─Pero, cuando nuestros padres van a hablar de sus cosas, nos dejan solos a los niños y… ellos… nos…
No hacía falta que dijera más.
El problema con la confianza es que es lo primero que los hijos de puta tratan de conseguir porque, con ella en las manos, es facilísimo joder y hundir a quién quieras y, además, conseguir sonrisas y abrazos como respuesta. Y con ella bien agarrada a los cojones de todos los padres, los jefes religiosos habían conseguido que la sala donde reunían a los niños para “enseñarles historia” se convertía en una auténtica orgía infantil, donde cada caramelo que probaban sabía mejor que el anterior. A veces se les iba de las manos y acababa algún culo roto, como le había pasado a Rafael, pero por lo demás nadie se enteraba de nada, ya que los niños no decían ni una palabra por vergüenza o por las sutiles amenazas de esos buenos amigos de sus padres.
Aquello, como es lógico, puso la sangre de Virgi a hervir, y en lugar de ir a joderles en primera persona hizo algo mucho más propio del Hijo de las Tinieblas. Abrazó a Rafael y, colocándole la mano en la parte baja de su cintura, le susurró al oído unas palabras y sonrió. Su amigo no le entendió ni sabía que acaba de pasar, pero cuando Virgi le dijo que a la próxima reunión tenía que ir, el embrujo estaba tan arraigado en la cabeza del niño roto que simplemente dijo Sí.
Lo que pasó esa tarde salió en las noticias.
Los periódicos no supieron nunca cómo enfocarlo, por lo que dijeron simplemente <<Carnicería religiosa>>. Tuvieron que ser los medios digitales, con más valor, los que descubrieron lo que de verdad había pasado en aquella sala.
Pero, bueno, mejor os lo cuento yo que lo vi en directo, ¿no?
El conjuro de mi hijo le dio a Rafael un arma tan difícil de descubrir que solo hasta que ya era demasiado tarde no podías señalarla: unos dientes en el ano. Eran retractiles y en su interior, como las cobras, tenían una toxina que en este caso convertía al que infectaba en una bestia salvaje con la única finalidad de destrozar y violar a sus semejantes. Aquello convirtió la nueva orgía en una batalla campal en la que el Iman, el primero en violar a Rafael por eso de que le pertenecía por derecho divino, se encaró con el Rabino, que en ese momento se la estaba chupando a 4 niños a la vez, al que violó consiguiendo que este, loco de ira, saltase al cuello del cura, que se la cascaba mientras un niño y una niña follaban en la posición del perrito. Aquellas tres vergüenzas de la humanidad comenzaron a golpearse y lanzarse cosas a la cabeza ante la asustada mirada de todos los críos, que se arrinconaban cerca de la puerta huyendo de las manchas de sangre, los dientes voladores, y las ráfagas de simiente sagrada.
Según algunos medios <<La imagen del lugar era indescriptible, y los jefes religiosos acabaron irreconocibles, debido a que todo acabó con una botella de camping gas que, tras ser introducida en el recto del Iman, fue detonada mediante un mechero, haciendo que el cura y el rabino, muy cerca de ella, recibieran un impacto que les volatilizo prácticamente las cabezas>>
Rafael nunca supo qué había pasado en realidad, pero la humanidad acababa de probar, de la peor manera hasta la fecha, el poder de mi hijo.
Y que orgullosos estuve, joder.