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La isla sin ley

Después de obligar a Bastian a ducharse antes de coger el avión (y de robar otro billete para él a una viejecita muy simpática que se dejó acompañar al lavabo de minusválidos, donde esta y Virgi tuvieron sexo salvaje con rotura de cadera y, posteriormente, de corazón por el abandono), llegaron por fin al destino que la suerte les había asignado para pasar unos días de relax lejos del bullicio de la gente y de la locura de la ciudad: Ibiza. La primera sensación que cubrió por completo los sentidos de mi hijo, el listo, fue que aquel lugar tenía más drogas que aire en la atmosfera, y que con solamente chuparle a alguien la nuca iba a emborracharse hasta el punto de potar si se tomaba después una cerveza. ─¿Qué le pasa a esta gente? ─el asombro de Bastian al ver a dos ingleses respirando lo que había dentro de un globo mientras miraban como una pareja practicaba sexo en un banco público frente a una guardería le pillo, obvio si eres alguien que no ha vivido, por sorpresa. ─Divertirse, pero un modo demasiado poco respetuoso con el entorno, y desde luego infinitamente infantil para mí. ─¿Infantil? ─su rechoncho dedo señalaba a un chica de apenas 18 años que bailaba sin la parte superior del bikini delante de un policía urbano que, muy digno, solo me decía de vez en cuando que se tapara al tiempo que se frotaba con lujuria la entrepierna acolchada. ─, ¿eso es infantil para ti? ─Todavía no le ha comido la polla al policía mientras destripa a ese perro abandonado; por lo tanto es una diversión amateur a varios niveles. Sí. ─¿Me llevarás a alguna de estas fiestas tuyas? ─No lo dudes, hermano de mierda. ─¡Yupi! A los pocos pasos, y algún que otro resbalón debido a las potadas varias que cubrían las calles, Virgilio comprendió que la comodidad y la calma no iban a ser compañeras de viaje para él, así que decidió buscar primero un hotel donde echarse una siesta, después una playa donde bañarse, y después ya se lanzaría de cabeza a la diversión (traducción: matar a varios de aquello gilipollas maricas que no sabían lo que era incordiar y destruir el entorno como es debido). El hotel, de un barato que puso en guardia a mi hijo, estaba muy cerca de la playa y las habitaciones prometían ser acogedoras y cómodas, pero al ver a un chico obeso y con micropene cubierto de pasta de queso cheddar corriendo por los pasillo entendió qué pasaba; era de esos lugares donde la barra libre era ley, y el sosiego una quimera. ─Trataré de dormir un poco, hermano ─anunció Bastian segundos antes de caer rendido sobre la cama, apuntando mal y rebotando con la punta del colchón directo al canto de la mesa de madera, donde se hizo una brecha y se desmayó sobre un pequeño charco de sangre que crecía como la sonrisa de mi hijo. ─Al volver, espero que hayas muerto. ─y la patada en el costado se la dio de regalo. A las doce del mediodía todo el mundo sabe que es mala hora para ir a la playa, pero para alguien que tiene en su interior las llamas del puto infierno y el sufrimiento de la eternidad, aquel calor era como una pequeña gota de aceite hirviendo sobre la espalda de un rinoceronte. El problema fue que el resto de la isla o no se había dado cuenta o, directamente, eran una atajo de anormales, porque la playa estaba abarrotada hasta tal punto que incluso en la cesta del socorrista habían 4 personas bailando a ritmo de un tema de Bisbal. ¿Dónde estaba el socorrista?, de vacaciones, supuso Virgi. El caos era monumental, y no importaba hacía donde diera el siguiente paso porque una sombrilla, pierna, nevera, lata vacía o llena, botella de vidrio llena o vacía, abuela durmiendo, alemán abrasado, mulata desnuda, niño enterrando a su padrastro o vendedor de refresco se interponía en su camino, pero no fueron esos excrementos con alma los que hicieron que mi hijo actuara de una vez por todas, sino lo que finalmente le hizo entender que bañarse iba a ser una tortura inimaginable INCLUSO para él. ─¿Me disculpa? ─primero hay que ser educado, y si no encuentras lo mismo es el momento de actuar: primera regla del karate (según la película Karate Kid) ─… ─aquí tendría que haber escrito lo que le contestaron a mi hijo, pero la lengua del hombre estaba tan seca que ni sabría deciros en qué idioma hablaba. Aquel puto gordo borracho estaba tumbado sobre una toalla de McDonalds y de uno de los lados de su bañador asomaba un rojizo y pequeño testículo que, sin ninguna lógica, estaba siendo lamido por un dogo alemán de color negro con más cara de vicio que el propio dueño, y para terminar de rematar la postal, a la espalda del hombre descansaba un niño pelirrojo y pecoso que hinchaba una muñeca hinchable con la cara de Jimena de Cumlauder (incluso le habían puesto su característica nariz con la ayuda de un pegote de silicona) mientras la manchaba del helado de chocolate que, supuso Virgi, estaba comiendo minutos antes de ponerse con el trabajo. La zoofilia, junto con la pederastia y la prostitución infantil (eso llegó cuando al niño se le puso dura instintivamente y empezó a montar el culo de aquella musa de goma del porno patrio), hizo que mi hijo perdiera toda esperanza por encontrar en aquel paradisíaco lugar un sitio donde descansar... A no ser... Cerró los ojos y se concentró todo lo que pudo, cogiendo la energía de aquello que más abundaba en aquella arena, y al alzar las manos hacia el cielo los gritos de terror elevaron el volumen al mismo tiempo, como si mi hijo fuera el maestro de una orquesta. El dolor pudo sentirlo sin siquiera verlo, y la sonrisa aumentó cuando escuchaba como la carne se abría, la sangre se derramaba, y las almas de camino a mi hogar crecían exponencialmente como una buena apuesta en bolsa. Llegó a un punto de entusiasmo que, sin casi esfuerzo, hizo que sus armas llegaran hasta la zona de bares y los alojamientos más lujosos de aquel paraíso, donde las ventanas se rompieron dejando entrar a la muerte más ridícula del mundo. Cuando todo acabó y el silencio se hizo tan tangible (como suelen decir lo cultos de parvulario) como las tetas de silicona, Virgi abrió los ojos y llamó a su hermano, que tardo un rato en responder. ─¿Qué pasa?... ─Ya puedes venir a la playa; he encontrado un buen sitio. ─¡Voy! Mi hijo sabía que el mongolo de su hermano iba a encontrarle con gran facilidad, pues iba a ser la única persona que no había sido empalada analmente por las sombrillas que, tras un vuelo sincronizado y bello como el de los pelícanos, habían aterrizado con una puntería colosal sobre los estúpidos veraneantes que habían escogido por un mal motivo descansar en aquel lugar. La diversión está bien, y es necesaria, pero nunca la uses para molestar a mi hijo, porque su fijación por los anos hará que, quieras o no, tu epitafio sea el más divertido del cementerio.


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