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Pecando en Bilbao

(Transcripción directa del pensamiento de Virgilio Delfín, el hijo de Satanás, recogida la mañana del día 25 de agosto. Localización: Bilbao) Una vez más me despierto, que no es poco, y vuelvo a no reconocer el lugar donde me encuentro. Ni el olor, ni la iluminación, ni los 5 cuerpos que me acompañan en la cama; nada. Tras una semana en Aste Nagusia he llegado a la conclusión que esta región del mundo sigue siendo un punto a parte en cuanto a cultura, gastronomía, mujeres, y forma de salir de fiesta: en todos los aspectos dándolo TODO o no dando nada. Llevo dos días sin ver a Bastian, coincidiendo con la noche que fuimos a un concierto homenaje a la Banda Eskorbuto (una especie de Punk Rock bruto y directo que, hace miles de años, significó la libertad de expresión en su modo más visceral y valiente), y la preocupación por que le haya pasado algo se ha transformado en alivio y esperanza porque haya muerto a manos de algún nativo femenino con ganas de probar carnes extranjeras. Porque no hay que dejarse engañar, las mujeres de este sector del planeta tienen miradas bellas y profundas, con muchas lecturas y matices, pero una vez te ponen en posición horizontal es difícil seguirles el ritmo o que tus huesos no acaben astillados y los músculos deshechos. Adoro esta ciudad. El problema con esta habitación, en contraste con el resto que me han visto amanecer, es que el olor es mucho más vomitivo y anarquista, seguramente, intuyo en cuanto lo veo, por el personaje que sigue agonizando empalado en una barra de striptease que, sin lógica, está anclada al techo y al suelo. No entiendo como un cuerpo puede estar en posición del pollo al as ahí, pero el hombre, con mayas de cuadros, cresta teñida de verde y camiseta de festivales pequeños, pero verdaderamente necesarios, suelta pequeños ruidos de agonía/placer mientras sus heces y sangre se mezclan en la parte inferior de la barra, y saliva con risotadas payasiles en la parte superior. Me acerco con calma, y le susurro que qué hace ahí, a lo que me parece responder: “putos heavys”. Bueno, pienso, habrá cabreado a quien no debe. El resto de la habitación, que hace parecer a los protagonistas del clásico Resacón En Las Vegas niños de guardería, es un almacén del peor rastro de segunda mano del pueblo más pequeño y maloliente de Israel. La cantidad de armas, juguetes, comida podrida pero aun así con una pinta deliciosa (debí robarla en alguna tasca), botellas abiertas, miembros amputados, charcos de orina ensangrentada, chatarra de todos los calibres y, desde luego, carritos de bebés con sus ocupantes cubiertos de sus propias heces (con las que juegan, siendo aquello el sueño más húmedo de un coprófago pederasta) es tan preocupante que estoy pensando en prenderle fuego a todo y dejar que con calma me sude la polla, pero me queda una última noche de fiesta y, JODER, no me lo pienso perder. Beber en este lugar es como el hijo cocainómano que sale entre una carrera de 100 metros lisos demencial y en triatlón más yonqui que te puedas imaginar. No es solo que aquí la gente no entienda para qué sirve el descanso, o incluso el significado de la palabra “paréntesis”, es directamente que debido seguramente a su único y cojonudo idioma nadie, por mucho que lo intente (que es poco) comprende la existencia de esos términos, y cuando se sale a tomar algo/pasear/conocer gente se hace con todo o no se hace. Como en el apartado comer… que es también la peor pesadilla de la campeona mundial de bulimia. En este lugar no se come, SE COME, y es que las cinco comidas diarias recomendadas han pasado a ser cerca de 20 (que es como decir que solo se para de comer para dormir), como si en lugar de estómago los habitantes de esta región tuvieran un profundo agujero negro dentro del cual hay otro agujero negro, y dentro de este segundo una bestia espacial salvaje cuyo estomago equivale a la mitad el espacio inexplorado dentro de una aspiradora gigante. Y no me quejo porque los alimentos aquí sean horrendos, JAMÁS OSARÍA HACER ESO, ¡POR DIOS!, pues todo son manjares que he probado, y que parecen mezclados con la imaginación de unos cocineros más cercanos a la deidad de lo que yo estaré jamás, se dedican a crear explosiones de sabor que, además de placer, dan un ligero aviso de que deberás tomarte un antiácido para desayunar (mezclado con un bocadillo de tortilla de patata, por supuesto). Pero no importa, porque el malestar general que me lleva corroyendo desde hace más o menos 6 días no es nada con toda la diversión y fiesta que me ha dado, como una patada en los huevos con una bota de hierro al rojo vivo, esta ciudad llamada Bilbao y que, desde ya, se ha convertido en un lugar muy importante para mí. Tanto que si algún día escribo una memorias (o alguien me las escribe) creo que las abandonaré aquí, porque no se me ocurre mejor lugar para que un par de anormales, de locos peligrosos por lo necesarios que son, encuentren mi historia y la propaguen por el mundo, que traten de hacerla llegar a todos los oídos que no hayan tenido la desgracia de conocerme. Necesito cagar y vomitar a la vez, y seguro que no voy a llegar. Después volveré a acostarme con aquella rubia de allí, la que parece que aún respira, pero antes de todo eso le hincaré el diente a esos pintxos de chistorra que me llevé del mismo centro del Casco Viejo, acompañado de un buen trago de txacolí. Si el paraíso existe, que me consta que sí, debe ser algo parecido a las calles de Bilbao, a su gente, y a su cultura. Y si no es así, ¿para qué sirve portarse bien en vida? 


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