Hambre de odio
Una de las cosas que mi hijo tuvo claras en cuanto empezó a interaccionar más con los humanos es que, entre ellos, no importaba la diferencia de razas, sexos, edades o cultura: todos eran igual de gilipollas y ninguno servía para mucho más que no fuera molestar, de un modo u otro, al prójimo. Por eso en cuanto descubrió que algunos de vosotros perdían el tiempo y, sobre todo, hacían daño a los demás con supuestas muestras de superioridad, no pudo aguantarse y puso todo el potencial que, hasta ese momento, estaba acumulando en su corazón forjado en las llamas del infierno.
Pero antes tenía que hablar con mamá, porque con menos de quince años, aunque seas el hijo de Sastanás, no se puede hacer mucho sin el permiso materno, no sea que alguien le preguntase en la calle a dónde iba y tuviera que matar a gente que eran menos que humanos; o sea, policías.
─¿Mamá ─comenzó a preguntar aquel viernes en el que se disponía a salir a la calle en busca de culpables a los que castigar ─puedo salir para deshacerme de algunas almas impuras y que no aportan nada al mundo?
Su madre, que al ser las doce de la mañana ya estaba muy borracha, trató de levantarse del sofá logrando solamente que sus rodillas cedieran y cayera al suelo de boca. Eso la dejó fuera de juego y a Virgi sin una autorización oficial, pero como un adulto dormido era la mejor invitación a ser libre (palabras que oyó en una película que había visto hacía poco), cogió las llaves, un poco de dinero del monedero de su madre (apenas doscientos Euros que ella había ganado la noche anterior en un servicio rápido que le dio a un amigo en el salón mientras Virgi leía en su cuarto), y salió al mundo.
Aquel día el sol estaba tan arriba y regalaba tanto calor al mundo que la mayoría de los viandantes paseaban a la sombra o con una botella de agua en la mano. Algunos, asiáticos para más señas, llevaban paraguas con protagonistas de videos Hentai adornando la parte superior. Pero para mi hijo el calor era solamente algo que formaba parte de él y, poseedor de una temperatura corporal de 56ºC, aquel paseo fue lo más parecido al invierno que había vivido en todo ese mes de Julio, así que con una sonrisa y sin dejar que el mundo le estropeara el día, se dirigió a una barrio donde, según los periódicos, había un gran número de agresiones a grupos éticos de fuera del país.
Lo primero que notó al entrar en ese barrio fue un olor muy fuerte a carne quemada y a salsa picante, y como un cachorro de sabueso dejó volar su curiosidad y siguió el camino que el olfato que señalaba. No tardó mucho en llegar a uno de los casi ochenta restaurantes de kebabs que inundaban aquel pequeño oasis de la cultura musulmana, donde con un poco de suerte se podía escuchar algo de español entre tanto acento completamente indescifrable. Aquella gente parecía simpática, y sus mujeres vestían con pañuelos que a Virgi le parecieron buena idea para ocultarse del calor o no ser identificadas por los numerosos policías que paseaban por la zona de incognito (su olor es inconfundible) o de traje de faena. Aquella gente parecía lista, quizá demasiado, y cuando trataba de preguntarle a un hombre por qué no hablaban su idioma o cuál era el motivo de tanta túnica y barbas sin arreglar, un grito monumental llegó hasta sus oídos. Como continuaba con el modo sabueso encendido, echó a correr en dirección a donde creía que había nacido aquel gemido, y se topó al girar la esquina con que un grupo de chicos de apenas veinte años estaban rompiendo el escaparate de uno de esos restaurantes al tiempo que otros dibujaban símbolos extraños que pretendían ser esvásticas nazis. Algunas parecían muñecos de esos de “con un 3 y un 4 aquí tienes tu retrato”, otras simples dibujos hechos por un enfermo de Parkinson con retraso mental, pero lo que sí estaba claro es que los golpes iban en serio, y que la sangre y los desmayos de camareros y mujeres con una prole de cinco niños rodeándola como pollos sin cabeza, estaban manchando la acera. Y entonces mi hijo estalló. No porque creyese que aquellos supuestos nazis estuvieran equivocados (no conocía mucho de los residentes de aquel barrio), ni porque le pareciera que los que sangraban y lloraban y pedían misericordia fueran los que había que proteger, simplemente sintió que aquello no era justo, y que si alguno de esos pobres dibujantes con puños americanos tenían un problema con los musulmanes, tendrían que hablar primero, o directamente matarlos como hacía él en esos casos, pero hacer sufrir sin motivo solo para dar un aviso le pareció, entre muchas cosas, de cobardes y personas que no saben defender sus cosas sin usas la fuerza bruta más elemental.
Se concentró, visualizó el castigo a aquel grupo de cinco chavales sin mucho cerebro, y atacó.
Y entonces sí que empezaron a nacer en aquella calle gritos de auténtico dolor.
Los cinco nazis, a la vez, empezaron a agarrarse el estómago y a revolcarse con el suelo como si les hubiesen pegado un tiro, y solamente el sonido de unas sirenas, muy tranquilas y sin muchas ganas de poner orden, les hicieron espabilar y hacerles huir del lugar, no sin dejar tras de ellos las primeras muestras de que el trabajo de Virgi estaba comenzando a ser verdaderamente memorable.
Las primeras investigaciones en el lugar del altercado solo pudieron sacar en claro que era una trifulca racial, y que además alguno de los asaltantes habían robado un rollo de esos gigantes de carne, ya que el suelo ante el restaurante y la calle por la que les habían perdido estaban llenas de trozos arrancados de aquellos grandes pedazos de alimento con tratamientos impronunciables. La policía siguió el rastro hasta un portal donde entraron quince agentes armados y con ganas de poner orden en su ciudad, pero lo que se encontraron al cruzar la puerta de la única casa que olía a kebab que tiraba de espaldas no pudieron ni creerlo ni comprenderlo.
Los cinco chavales estaban retorciéndose de dolor en el suelo del salón. Se habían quitado los pantalones y de sus culos salían unos dürums, con pan de pita y todo, de al menos medio metro de largo. Algunos de esos pedazos de carne, que humeaban como recién hechos, expulsaban de sus puntas crema de yogurt o salsa picante como si de una eyaculación monstruosa e imposible se tratase. Los policías empezaron a vomitar ante esa imagen, y sus arcadas se mezclaron con las súplicas de los supuestos tipos duros que lloraban sin compasión y presos de la irritación, quemazón y dilatación de sus anos. Ya en las ambulancias que los trasladaron al hospital, los enfermeros no daban crédito a lo que pasaba, ya que por cada corte que le daban a los dürums anales, estos crecían de nuevo superando en pocos centímetros a sus antecesores, haciendo que la primera hipótesis de que esos locos, llenos de orgullo, habían decidido meterse lo robado por el culo como ritual nazi de superioridad culinaria, se borró para dar pie a una mucho más maléfica y unida a una maldición musulmana de origen cordobés.
Hasta donde yo sé ahora mismo, porque puedo ser el diablo pero tampoco puedo ni me apetece estar en todas partes, los desgraciados continúan en la sala de enfermedades infeccionas e impronunciables (que crearon en su honor), con al menos cinco metros de caliente e irregular carne envuelta en pan saliéndoles por el culo. Y es eso lo más perturbador y que le da pesadillas a los enfermeros, sino las conversaciones que no cesan entre los chavales.
─¡¿Qué haces, tío?!
─¡No puedo más!, ¡huele demasiado bien y necesito comerme un dürum!
─¡No seas anormal, que es una comida extranjera, no te lo arranques y te lo lleves a la bocAAAAAAHHHH! ─sonido de vómito.
─¡Esta delicioso!, ¡putos moros y sus geniales recetas!
─¡Callaros, mamones! ¡¡No me dejáis dormir, y bastante me cuesta hacerlo bocabajo!!.. joderrrrrrr, ¡¡Nooooooooo!!
─¡¿Qué?!
─¡Me está eyaculando el culo!
─¡Tápalo!, ¡tápalo que me está salpicando!
─¡¡¡NOOOOOOOO!!!
─¡Las paredes jodeeeeerrrrrrrr!
Y así 24 horas, los siete días… sin descanso.
Supongo que la moraleja de este episodio en la vida de mi hijo sería que todos sois iguales y servís para lo mismo: que mi hijo, en algún momento de su vida, haga que vuestros culos sobrepasen sus barreras de dolor y se conviertan, como debe ser, en terror y odio.