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Conociendo a los que no pueden hablar

Una de las veces en la que mi hijo descubrió de primera mano la maldad humana, más allá de la que ya había vivido en sus propias carnes o había dejado escapar, fue aquella en la que tuvo que pasar varias tardes a la semana ayudando a viejecitos en una residencia de ancianos.

Debido a una condena a trabajos forzados a la que su madre tuvo que hacer frente, por un incidente en plena calle (se comenzó a pelear por un cliente con una puta de más rango, que resultó ser la preferida de un camello colombiano que, con todo el jaleo, rajó a las dos antes de morir por un taconazo que Tomasa le pego en plena frente, y que llegó al cerebro, resultado: asesinato involuntario + ayuda a la autoridad), decidió ayudarla para que fuera menos molesto para ella y pudiera, la verdadera razón, estar pronto en casa para hacerle la cena como es debido, ya que su abuela debido a la demencia senil llevaba días preparando la comida con agua del cubo de fregar. El juez la obligaba a estar seis meses ayudando en una residencia de ancianos de la zona donde tuvo lugar el altercado, y a Virgi le pareció una oportunidad perfecta para conocer a los que esperan pacientemente a la muerte, esas personas que ya no sirven para mucho pero, de algún modo, hacen bien al mundo con sus enfermedades e historias interminables, pues consiguen que la humanidad tema con mayor insistencia a lo que algún día, a todos, les llegará.

Lo primero que le sorprendio fue el sutil olor a orines y piel muerta que se metió en su cabeza en cuanto cruzó la puerta. Aquel lugar era mucho más denso en ambiente que un hospital y un cementerio juntos (cosa que, en parte, era), y en seguida comenzó a vivir la extraña imagen que los ya acostumbrados no saben admirar: un anciano andando. Una carrera perdida de ante mano que hipnotiza a los sentidos hasta el punto de no querer ni disimular a la hora de mirarlos, porque o no pueden verte o, al cabo de un rato, ni lo recordaran, así que mi hijo pudo poner en práctica un montón de nuevos trucos mientras los cuidaba y vigilaba. Cambio de forma corporal, rayos laser por los ojos, volar, andar por las paredes, retorcerse en cuello hasta darle a la cabeza un giro de 700 grados, o el intercambio de consciencia, que hacía que aquellas personas tuvieran la energía de un niño de quince años ante la pasividad y el olvido de un chico con los ojos perdidos en el horizonte buscando, seguramente, el final.

Aquellas primeras semanas fueron el paraíso para Virgilio, pero pronto descubrió que hay personas que no tienen ningún reparo en cruzar la línea de la palabra dicha a la acción física y la falta de respeto corporal. Típico de los humanos.

Sobre todo en las horas de la comida, los enfermeros optaban por obligar a los ancianos a comer con todo tipo de trucos vejatorios y faltos de cariño, como taparles la nariz de muy malas maneras (a veces incluso llegaban a vomitar por falta de opciones), o lanzarles cubiertos y platos semi-llenos a la cabeza porque la paciencia había abandonado la habitación. Aquello a mi hijo en un primer momento le pareció normal, porque era lo mismo que su madre y sus abuelos hacían con él, pero cuando las lágrimas empezaron a brotar de los ojos de algunos de aquello hombres y mujeres abandonados por sus familias, descubrió que detrás de aquella carcasa arrugada y sin casi fuerzas habían personas, ni mejores ni peores que los demás, pero que se encontraban en una situación de la que no podían escapar porque los que abusaban de ellos tenían todo el poder.

Y eso, la falta de igualdad, hizo que Virgilio tuviera un plan para que el equilibrio de aquel lugar volviera, o mejor dicho, existiera.

Decidió que uno de sus mejores trucos ya estaba totalmente maduro (no era verdad, pero fallando se aprende), así que lo uso contra un par de enfermeros primero, lo que le llevó, cuando surtió efecto, a cederles el placer de una pesadilla creada por él al resto de los que trabajaban allí, hubiesen o no hecho daño a alguien. Esta pequeña injusticia tenía una razón de ser, y es que cuando veis que los demás hacen las cosas mal y, por el motivo que sea, no actuamos, es como si vosotros mismos estuvierais realizando la maldad. Así de sencillo.

Lo que les metió en el subconsciente a los trabajadores del centro fue tan sutil como inolvidable, y respondía a algo que mucho de ellos criticaban entre burlas y risas: la peste de las defecaciones de los ancianos. "Huele como si un bebé se hubiese comido un gato muerto y lo cagara", había llegado a escuchar, así que pensó que la mejor manera de que alguien supiera si esas afirmaciones eran ciertas es hacerle vivir lo más directamente posible ese hecho; ¿y qué recibe mejor la textura y la fragancia de una defecación que un retrete?

Durante una semana todo el mundo hablaba del extraño fenómeno de estar soñando todos lo mismo, que eran los váteres del centro. Algunos se reían disimulando, pues el sueño era tan real como lo sería la vida,y nadie se lo tomó como una amenaza hasta el quinto día, cuando mi hijo les hizo vivir una escena que ninguno olvidaría jamás: la de un arrugado y velludo culo expulsando miles de litros de diarrea sobre sus bocas abiertas y sentir como se les embozaba las cañerías y debían pasar las siete horas de sueño con aquella monumental plasta flotando al final de sus gargantas.

Las caras de todos los empleados al día siguiente fue una estampa solo vista a la salida de la primera proyección de Holocausto Caníbal. La palidez de todos, unida a la amabilidad con la que trataron a los viejos aquel día y todos lo que le siguieron, hizo comprender a mi hijo algo que muy poca gente sabe pero que, llegado el momento (desgraciado para todos los estúpidos que lo necesitan vivir), se les graba a fuego en la cabeza: comprender al prójimo es la mayor cura de humildad que puede vivir el hombre, y también la más dolorosa.


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