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Entrevistas de Trabajo/Vida

Una de las cosas que más me jodió de ver crecer a Virgilio fue que, llegado el momento, iban a hacerle la vida imposible sí o sí y no podría hacer nada al respecto. Siempre me había reído de los padres protectores que no dejan de hablar de sus hijos como si fueran lo mejor que han hecho en la vida, lo único en ocasiones, pero cuando llegó el momento de que alguien le tomó el pelo a mi pequeño demonio comprendí que ese sentimiento, de algún perverso modo, siempre está dentro de aquellos que nos atrevemos con la paternidad.

Puta vida.

La sorpresa me la lleve con la situación en la que pasó, porque siempre había imaginado ese momento con un clérigo delante o algún otro Dios envidioso de mi gran trabajo, pero nunca hubiese tenido la postal real en mente.

─Pues cuéntame, ¿qué experiencia tienes en la restauración?

Cuando cumplió los 17 años, Virgilio tuvo que enfrentarse a un nuevo reto; ganar su propio dinero, debido a que su madre se casó con un rico y gordísimo empresario que, una noche borracho como una cuba, disfrutó de sus servicios. Al parecer nadie le había hecho antes en la cama lo que la Tomasa, y como todo el mundo sabe; al hombre no se le conquista con la comida, sino por el sexo. En dos meses ya se habían ido a vivir juntos, a los cinco se casaron, y cuando cumplieron el año lo encontraron muerto con una satisfactoria sonrisa en los labios y el pene más duro que la cara de un ministro de economía, y eso convirtió a la Tomasa en la puta viuda más rica de toda la comarca, y a Virgilio en un chico abandonado y sin mucho recursos. Así que inició la búsqueda de trabajo, que fue, con diferencia, la misión más complicada a la que se había enfrentado hasta la fecha.

─Pues una vez hice crecer dürums del recto de una fachas despreciables, y también he convertido el algodón de azúcar el heces frescas y los hot dogs en seres del averno de donde, por cierto, es mi padre.

─Vale ─contestó el de recursos humanos, que también era el encargado, de una famosa pizzería que rima con Di que no ─, así que la experiencia estándar. Entendido.

En ningún momento miró a los ojos a mi hijo, ni tan siquiera cambio el tono de su voz, dejando claro que, para él, aquella forma de expresarse que estaba adoptando el futuro candidato daba a entender que no era una persona con la autoestima baja y que se dejase pisar fácilmente, que es, en esencia, lo que buscan en todas las empresas en los aprendices. Cuestión de comodidad, pensaba el entrevistador, que veía demasiadas taras en Virgilio si lo comparaba con el chaval al que, a base de preguntas incomodas, había conseguido que sudase a mares e incluso se orinase levemente en la entrevista anterior (que por cierto llevaba la delantera en cuanto a conseguir el preciado sueldo de mierda).

─¿Estándar? ─aquello ofendió a Virgilio, porque se tomó ese extraño adjetivo como un sinónimo de Normal, es decir: como todos los demás. Es decir: no ser él. ─, ¿me está diciendo que estos tres conjuros que le he nombrado y que me costaron meses perfeccionar podría hacerlos usted ahora mismo sin ningún tipo de esfuerzo?

─Bueno ─una sonrisa egocéntrica y sarcástica maquilló la cara del entrevistador como un mal maquillaje de payaso ─, llevo muchos años en la restauración, y sé muchas más cosas de las que tú sabes, incluyendo la capacidad de tratar con respeto a alguien que te superaría en rango en caso de conseguir el trabajo.

─¿Me está diciendo que debería respetar a alguien que no conozco solo por el interés de poder conseguir este trabajo que odio incluso antes de aceptar y que me va a mal pagar?

─Es una forma de verlo, sí. ¿Y cuándo podrías empezar? ─en la mente del estúpido chaval, de apenas 35 años, ya estaba dibujando la escena en la que mi hijo acabaría obedeciendo a todo lo que ordenase, con grandes ojeras y temblores musculares por el esfuerzo, y aquello era suficiente motivo para contratarle o, al menos, tenerle en el periodo de prueba de quince días, en los que lo gastaría a consciencia por casi el mismo dinero que cobraría un negro en la Nueva Orleans de 1846.

Virgilio aceptó el trabajo por un motivo mucho más ambicioso que la independencia económica, pero nadie sabía eso todavía, claro.

Sus primeros dos días rodeado de chicos de su misma edad, con la autoestima por los suelos y creyéndose con el mismo valor en el mundo que el queso rallado que echaban en las pizzas fue, sin duda, los mejores de su vida. A diferencia de sus compañeros, los desprecios e injusticias a los que se veía sometido hacían que sus ánimos crecieran, convirtiéndole en un pequeño oasis de paz dentro de la marea de tristeza y ganas de morir que eran las paredes del local.

Aunque, con diferencia, los mejores momentos de su jornada eran cuando todos aprovechaban los 15 minutos de descanso cada 3 horas (con suerte) para salir a la calle y fumar. Mi hijo no había fumado nunca, y como no quería caer en ese extraño vicio, inoculaba a todos la imagen falseada de que él también estaba disfrutando de su cigarrillo mientras conversaban sobre todo de lo hijo de puta que era el encargado y de cómo, sin excepción, había aprovechado las entrevistas de trabajo para atacarles sin descanso y hacerles sentir como auténtica basura. Cuando Virgi preguntaba porqué no le habían mandado a la mierda todos, ellos respondían lo mismo: en una entrevista de trabajo siempre hay que tratar de gustar al entrevistador, incluso si para hacerlo tienes que dejar de ser tú mismo.

¿Qué les había llevado a negarse como individuos solo para tener trabajo?, ¿por qué seguían haciéndolo? ¿Tan importante es tener un sueldo y un puesto en esa sociedad capitalista y falta de sueños o ideales reales?

Gracias, o debido dependiendo de a quién le preguntases, mi hijo consiguió estar cada día más cerca del encargado, porque, entre otras cosas, a este le gustaba la servidumbre de Virgi y la cantidad de síes, y con un tono neutro, que le regalaba, y gracias a ello pudo, como en el fondo quería, estar presente en las siguientes entrevistas de trabajo llevando a cabo la tarea de una secretaria, cargando los papeles y ofreciendo agua a todos los candidatos.

─Tú no digas ni una palabra, Virgo ─le llamaba así debido a su falta de memoria y, en parte, a la indiferencia que le causaba mi hijo ─, y aprende de cómo puede alguien caer de bajo con tal de tener un trabajo.

─Sí, señor ─ese “señor” hacía que su jefe se corriera de gusto.

A los tres primeros chicos les dejó hacer sin afectar sus actos ni su mente, porque quería familiarizarse con el modo de actuar que tenían por inercia. Entre otras ideas, la que más se repetía en ellos era la sensación de que el encargado lo que quería en realidad con sus preguntas era que se colocaran debajo de la mesa y se la chuparan hasta dejarlo seco, lo cual no iba muy desencaminado con la fantasía de superioridad que cubría la mayoría de las ideas del que hacía las preguntas. Eso, aunque no de un modo sexual, le gustó mucho a Virgilio, y en cuanto vio el aspecto (tan repeinado que casi parecía que sufría de alopecia), olor (una mezcla perfecta de colonia cara y sudor penetrante) y forma de actuar (temblando, dudando antes de sentarse y mirando en todo momento al suelo) del último candidato del día, no pudo detenerse.

─Veo que tienes mucha experiencia en el sector.

─S..í, sí, sí ─contestó tartamudeando mientras dejaba que sus propias palabras sin pronunciar lo atropellasen ─, además soy siempre el primero en llegar y el último en irme, porque me gusta trabajar y dedicar mi vida al trabajo y obedecer ─ ¿de verdad hay gente que se quiere tan poco?

─Eso está bien. Muy bien, la verdad… ─las imágenes que el encargado creó en su cerebro, en las que el repeinado y apestoso chico le limpiaba los zapatos y le enceraba el coche, fueron el pistoletazo de salida para que los poderes de mi hijo moviesen los cuerpos de los que compartían cuarto con él.

Y la función comenzó.

El apestoso muchacho comenzó a temblar como un bebé hambriento, y dejo que su cuerpo resbalara por el respaldo de su silla hasta dar con su culo contra el suelo, mientras el entrevistador cerraba los ojos como si hubiese caído presa de un hipnotista superdotado y se bajaba los pantalones hasta los tobillos. La escena ocurrió tan a cámara lenta y con tanto amor por ambas partes que llegó un momento en que Virgilio no tuvo ni que concentrarse, ya que los dos hacían y recibían lo que tantas ganas tenían debido a la situación. Así que, simplemente, les dejó seguir y, sin disimulo, sacó un libro y se puso a leer.

Pasados 40 minutos, y después de que el apestoso hubiese tragado 3 de las 4 corridas del encargado (la última había aterrizado íntegramente en el pelo del, ahora sí, requeterepeinado chico), el embrujo pareció desaparecer por completo, y todos los que estaban, junto a mi hijo, haciendo de público de tal extraña escena comenzaron a aplaudir y hacer fotos, haciendo que esa sala no tuviese que envidiar en nada a la mejor alfombra roja de Hollywood por la cantidad de flashes que cegaron a los protagonistas.

Ni que decir tiene que uno fue despedido, y el otro humillado de por vida en las redes sociales, pero lo que nadie espero es que mi hijo fuera ascendido al vacía puesto de encargado, sobre todo para tratar de compensarle por ser testigo de tan horrible escena. Y eso, claro, le dio nuevas alas a Virgilio, que en su nueva posición pudo, como veréis a continuación, dar rienda suelta a sus más bajos instintos de un modo mucho más libre de lo que, hasta ese momento, podía haber gozado.

Y comenzó su prereinado.


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