Cuando ser un lider es lo primero
A diferencia de mi persona, Virgilio no tuvo el poder desde un principio, no logró todos los súbditos y el respeto simplemente por mandato divino, sino que tuvo que luchar por ello todos los días de su vida e, irremediablemente, fallar en muchas ocasiones antes de llegar al podio. Por suerte (si esto lo estuviera diciendo se notaría mucho el sarcasmo en mi voz) tuvo una buena forma de ver la maldad del ser humano en primera mano desde el trono que le otorgó ser el encargado de la pizzería.
Mi hijo estaba hecho de otra pasta, y al igual que cuando estuvo tragando mierda del anterior encargado, ahora estando en el poder seguía viéndole el lado bueno a cualquier tontería que se le presentara y, para mi sorpresa, intentó hacer frente (un rato al menos) a todos los flancos sin usar sus poderes; solamente con sus manos y mente humana.
Que orgulloso estuve.
Echaba broncas cuando tocaba, daba fiestas y permisos si veía que los motivos eran sinceros, y lo más difícil de todo y que a cualquier jefe suele hacer que la sangre le hierva: luchaba contra la incompetencia de los que se creen capaces de realizas sus tareas con normalidad. Y de esos, como todo el mundo sabe, hay demasiados en todas partes, por eso, y por no oxidarse, Virgi usaba sus poderes con este tipo de engendros de la naturaleza, esos que alardean de sabiduría y una capacidad mucho más elevada que la de sus compañeros, cuando no era así en absoluto. De este tipo de especímenes en la pizzería iban más que servidos, entre los cuales se encontraban un hijo de pijos que estaba ahí para demostrarle a su padre que no era un mantenido (y que no hacía nada en absoluto), otro que era un enclenque que se empeñaba en cargar todo lo grande e imposible (dime de que alardeas y te diré lo que te falta) y, el mejor de todos y preferido de mi hijo, es apodado por todos El Lagartija, porque no importaba lo que hiciera mal o todas las veces que saliera herido de las situaciones, siempre acababa recuperándose y dándole las culpas al más cercano y que, con toda seguridad, sería despedido o pasaría algún día en el hospital (todos recuerdan la vez en que el horno se atrancó y, usando su labia superior por su falta de valor, convenció a un novato de que metiera las manos para agarrar las pizzas mientras él empujaba por el otro lado, algo totalmente ilegal y que cuando les pillaron solamente llevó a urgencias al pobre futuro manco mientras el repugnante lagarto dijo que la idea había sido del otro).
El día en que este despreciable ser tuvo su merecido coincidió con un partido de final de Champions, de esos tan importantes y transcendentales desde el punto de vista social que la gente prefería pagar el triple por su comida a sabiendas de que ni era sana ni para nada comestible, y que obligaban a toda la plantilla a dos cosas; trabajar aunque no les tocase, y concentrarse al máximo; que eran dos de las cosas que más rabia le daban al Lagartija hacer.
Virgi les dio un pequeño discurso de ánimos antes de la jornada laboral, animando a sus inferiores a darlo todo por el bien de la empresa y, sobre todo, recordándoles que aquello era una prueba de fuego de lo que valían en realidad, porque que los demás comieran era intranscendente, lo verdaderamente útil de aquella situación era que se pusiesen ellos mismos a prueba para demostrarse que en un futuro, cuando fueran adultos y tuviesen que tomar sus propias decisiones, podrían llegar a ser personas verdaderamente importantes y con valores. Aquello, sacado de un libro sobre liderazgo en empresas que encontró una vez cerca de un contenedor, hizo que todos comenzasen a realizar su trabajo con mucha energía y comunicándose entre ellos como nunca lo habían hecho; todos menos El lagartija. El inútil de manual se dedicaba a verter un par de malos chorretones de tomate encima de las masas y a extenderlo aún con menos soltura, para después hacerse el sordo y pasar a otro punto de la cadena de para volver a hacer lo mismo que antes: nada, o peor, algo mal hecho que retrasaba a los demás.
Virgilio, que había aprendido que hay veces en las que no hablar es mejor porque te da tiempo y tranquilidad para pensar, le dejó hacer durante cerca de una hora, la primera y que resultó ser la menos ajetreada, hasta que llegó el momento en que, con menos de una hora de margen para que comenzase el partido, los pedidos se amontonaron en la terminal al mismo ritmo que un epiléptico bailando reggaeton. Y actuó.
Comenzó a dar órdenes con calma, para no poner nerviosos a los suborninandos que estaban haciendo bien su trabajo (tan bien que apenas le escucharon de lo concentrados que estaban), y cuando le llegó el turno al Lagartija le agarró del hombro y le susurró al oído solamente tres palabras: a toda hostia.
Como si de una mecha se tratase, el vago más vago de toda la historia de los vagos comenzó a correr de un lado al otro, realizando sus tareas con tanta velocidad como detalle, al tiempo que la piel de sus manos y rodillas se iba quebrando debido a la fricción que estaba sufriendo. Era como ver a un corredor olímpico de 100 metros lisos hasta arriba de cocaína, incluso llegaba a expulsar humo de los oreja, aunque eso fue debido a que una de las veces colocó las pizzas en el horno con sus propias manos desnudas, acercándose demasiado y achicharrándose los pelos de las orejas junto a los de su cabeza. Aquello le dio a todas las pizzas que salieron después un sabor como a pollo ahumado que atrajo a muchos clientes en los días y semanas posteriores.
Una lástima que el Lagartija no pudiera ver eso, porque aquella noche fue la última que estuvo sobre la faz de la tierra, pues acabo reventándole las rodillas junto al resto de articulaciones por la velocidad que sus músculos les obligaba a moverse, y aun con estas partes tan importantes de la anatomía hechas jirones, y casi inconscientemente por el dolor y la deshidratación, continuó realizando su trabajo incluso cuando todos se habían marchado a casa. Virgi lo encontró muerto al día siguiente, o al menos lo poco que quedó de él; un tórax con sus extremidades completamente gastada por el roce con el suelo y el metal de las encimeras, unido a una cabeza que, todavía, seguía moviéndose impulsivamente de un lado al otro buscando sus tareas a realizar.
Como buen jefe, supo darle su premio por un trabajo bien hecho: fue el plato especial de aquel mes, el ECC (Especial Carne de Correcaminos). Todo un éxito de ventas que le dio a mi hijo consiguió su primer ascenso.