Carolinas de amor
El amor es el peor mal que ha asolado a la Tierra desde que el hombre, animado por Dios, se empeñó en dejar atrás su naturaleza animal y dedicarse a permanecer todo el tiempo con la misma pareja. En ese momento apareció la idea del amor, del respeto y del “hasta que la muerte nos separe”, todas ellas tonterías sin sentido que no sirven más que para añadirle al ser humano un grillete más a su inexplicable y falta de sentido existencia.
Y lo digo, sobre todo, porque Virgilio lo vivió con demasiada intensidad la primera vez.
Cualquiera pensaría que el haber llevado a cabo un genocidio masivo en un sótano con olor a vegetales saludables a base de chorros de semen con potencia nuclear sería, sin duda, algo que te haría seguir con tu vida sin mirar atrás (aunque solo sea por la supervivencia), pero a mi hijo se le metió tan hasta los huesos aquel sentimiento que, del todo inexplicable, había unido su alma con la de Carolina que no podía quitársela de la cabeza. Era tal su obsesión que incluso comenzó a dejarse ningunear por sus subordinados en el trabajo.
─Virgi, hoy salgo antes.
─Virgi, ¿no te importa que saque de la caja 50 euros para poder llevar a mi novia al cine, no?
─Virgi, que voy a follarme a mi novio en el almacén, ¿me sustituyes una media hora?
─Hola, somos la policía ─que es como decir “o nos dejáis comer gratis, o multa por lo que sea que encontremos o pongamos nosotros en la cocina”
En su cabeza solo había imágenes de aquella muerta realizando todo tipo de tareas, desde algunas que habían vivido ambos hasta, las más preocupantes, aquellas que tenían lugar en un futuro paralelo, en la que ella no acabó con la cabeza agujereada, y vivían juntos y felices en una casa a las afueras de la ciudad, con una hija ciega y con trenzas que le gustaba revolcarse por una colina cercana. Al ver esas escenas en su cabeza Virgi sonreía y, lo que me puso más alerta, incluso llegaba a llorar, dejando allá donde caían sus lágrimas de azufre marcas de quemaduras que hacían pensar que algún jugador de bingo empedernido había estado practicando sus poses en aquel lugar.
Pero no fue hasta que de camino a casa pasó por delante de un escaparate y, definitivamente, se lo fue por completo la cabeza.
Un cartel, escrito con una ortografía digna de un catalán profundo y escrito con el mismo pulso que un enfermo del corazón hasta arriba de cocaína, le dijo:
Carolina espesial de la casa en la interior.
2 por el presio de una
Inpresionantes.
Sus ojos se llenaron de deseo y buscaron por las estanterías del lugar las ansiadas Carolinas, y las encontró bajo un cartel detrás de las dependientas.
Entró con mucha prisa en el establecimiento, y todo el mundo se le quedó mirando cuando, tras pasar cerca de 15 minutos, continuaba perplejo con el grupo de pasteles que le esperaban debajo de un llamativo cartel donde ponía: Carolinas de la casa. Lo que más le había hipnotizado era lo que se parecía la forma ascendente y puntiaguda del pastel con los pezones de su finada amante, igual que la dureza de la base de la tarta con la firmeza de aquella lengua que acarició sus testículos momentos antes de acabar aplastada contra la pared más cercana. Su imaginación y su pena se hicieron monumentales y, ajenas a los gritos de la dependienta más joven que le pedía por favor que dejase de mojar el suelo con sus babas, comenzó a llorar a moco tendido mientras gritaba cosas como “Echo de menos tu campanilla en mi glande” o “hubieses sido una perfecta diablesa en mi futuro ejercito de la muerte”. Aquello hizo que, poco a poco, y con mucho miedo, todos los clientes y dependientas del local comenzasen a abandonar el lugar, dejándole solo con sus amadas Carolinas, que le susurraban que se acercase, que le deseaban; y allá que fue.
El merengue, a una velocidad indescriptible, pasó de semi-solido a completamente líquido en cuanto el miembro de mi hijo escapo de los pantalones que se desabrochó con la elegancia de un novio en la Noche de Bodas. El calor que transmitía su erección, que además de lujuriosa era todo amor, convirtió también el mostrador y un par de cestas del pan en simples charcos burbujeantes en el suelo, imitando a la perfección a la lava recién escupida por un volcán o al vomito post-medicamento de un octogenario con cáncer de garganta. Pero la entrega de mi hijo, para mi vergüenza, no se detuvo ahí, y comenzó a cubrir por completo su pene con las Carolinas, al tiempo que se llenaba la boca de las restantes: un total de 10 en próxima digestión y cerca de 40 derritiéndose en su bastón del amor.
Hay muchas formas de amar, tantas como personas en el mundo, pero la visión de mi hijo teniendo relaciones sexuales con pasteles del tamaño de su mano, entre gemidos y espasmos, no fue algo que me llenará de orgullo ni que, como es lógico, a los policías que atendieron a la llamada de la dueña de la pastelería, les gustara ver. Uno de ellos no pudo evitarlo y se puso a reír, mientras otro, mucho más sensible, se desmayó al tiempo que vomitaba.
─¡Pero qué cojones es esto! ─grito el que estaba al mando, haciendo que Virgi saliera del mundo de Oz donde se había trasladado y, despistado, contestara.
─Quiero a Carolina.
Hay muchas cosas que un padre le deja pasar a un hijo, como la desobediencia, la chulería o que maté a más gente que tú en un día, pero aquel momento, aquella falta de amor propio, debía tener un buen castigo, algo que no olvidaría jamás, algo así como pasar el tiempo que las autoridades creyesen oportunas en la cárcel.
Y así lo hice.