La espera en prisión
Todos tenemos esa imagen violenta y sucia de lo que es una cárcel, llena de tío peligrosos y peludos que tienen tantas ganas de violarte como de comer o respirar, donde la comida es parecida a la del colegio pero con mucho menos amor y, por supuesto, los que trabajan allí que deberían protegerte son seguramente los últimos con los que te quieres cruzar por los pasillos.
─¿Quieres zumo de melocotón o de kiwi? ─le preguntó la del comedor a mi hijo la primera mañana que despertó entre rejas.
─¿Tienes de piña?
─Preguntaré. Dame un segundo.
─Por supuesto.
A medida que fueron pasando los años en la sociedad española, las prisiones empezaron a modernizarse, sobre todo porque la mayoría de personas que entraban en ella eran de alto poder económico o, en su defecto, personas cultas que acababan allí por desgracias del destino o por libre elección. Con un país que se caía a trozos por el desempleo y la violencia sin motivo lógico en las calles, robar algo y esperar a que te detuvieran era, sin duda, la mejor baza que podía tener alguien sin muchos caminos que tomar en el mundo. Así que las instituciones penitenciarias optaron por pedir asesoramiento a restaurantes y profesionales de la cocina, todos con un inmenso talento, y también a los que hacían de jurado en Master Cheff. De este modo su comida no era un insulto para la raza humana y, sobre todo, se cubrían las espaldas a la hora de defenderse contra denuncias por intoxicaciones alimentarias (que tras las violaciones eran lo que más les traía de cabeza).
Después se ocuparon del problema de los alojamientos, ya que después de un par motines donde el objetivo de los reclusos era conseguir robarles las teles a los más adinerados que se lo podían permitir, se decidió contratar a un nieto de Calatraba para diseñarlas, con el resultado de habitaciones tan extrañas y a la vez inútiles que los huéspedes dejaron de quejarse solo por miedo a que el váter o el somier los atacara. Dormían profundamente, agotados tras un día entero de vigilar el armario o la lámpara (que se parecía demasiado a un Demogorgon con artritis), y se despertaban con una energía enorme y con muchas ganas de ser buenos presos, ya que las celdas de castigo fueron sustituidas por, solamente, pasar más rato en su celda; algo, como ya he comentado, que era mucho más cercano a la tortura que a un castigo ejemplar).
Tras unos breves retoques más (paredes de color caoba y cortinas con encaje), finalmente el Ritz compró toda la cadena de prisiones y las metió en bolsa, con grandes ganancias para el gobierno central y mejor publicidad.
─Aquí lo tienes, recién exprimido.
─Gracias ─contestó Virgi al recibir su zumo de piña.
A mi hijo no le costó mucho hacer amigos en prisión. La mayoría tenían tatuajes con mi cara o frases dirigidas hacia mi persona, así que supo rápidamente a quién acercarse más por matar el aburrimiento que por miedo. Esto último se le fue la primera noche, cuando su compañero de celda trato de violarlo.
─Eres muy guapo ─le susurró un ciclado con una señera tatuada en la frente plena noche después de agarrarle las muñecas con fuerza para impedir que se moviera, cosa que Virgi ni intentó.
─Te doy 3 segundos para soltarme ─y, como buen hijo mío, al llegar al uno abrió la palma de sus manos y apuntó a su cabeza, donde le apareció un tumor en el cerebro que creció y creció hasta que, en apenas 10 segundos, sus ojos y orejas le salieran volando como un señor Potato, pero eso fue después de morir entre insufribles dolores y canticos del Cara al Sol.
Después de eso todos lo evitaban a no ser que mi hijo les hablase.
Pero cuando llegó el cuarto mes de condena, le hicieron ir a una sala de Vis a Vis, aunque no había pedido ninguno, donde al entrar se encontró con una chica que no conocía de nada pero lo miraba con un amor incondicional y extraño.
─¿Eres… Virgilio Delfín? ─lo más sencillo hubiese sido decir que no, follarsela, y huir, pero Virgi no sabía entonces esconder su ego.
─El mismo. ¿Quién pregunta por mí?
La chica se le echó a los brazos de un salto y empezó a besarle y a magrearle, cosa que le gustó mucho a mi hijo hasta que notó que su pene crecía; aquello podía matarla.
─¡Quieta! ─ordenó firmemente ─, ¿qué quieres de mí que no tenga que ver con el sexo?
─Perdón… me dejé llevar… ─tragó un poco de saliva, que ella deseo que fuera semen, y lo dijo del tirón. ─. Soy una de tus hermanas, y he venido a sacarte de aquí.
Aquello me pillo más por sorpresa a mí que a Virgi, que ya se había hecho a la idea de que su padre era un viva la vida sin nada de respeto por el control de natalidad.
─¿Mi hermana?, ¿de sangre?
─¡No!, ¡ojala! ─y se echó a reír nerviosa y con una humedad vaginal que no escapó al radar de mi hijo y del mío. ─, formo parte de una organización satánica, los Bastardos de Satán, y supimos de ti, el verdadero hijo de Lucifer, por la boda de Pedro. En realidad yo estuve allí, noté tu poder; me follé al rabino y a uno de los abuelos de la novia, aunque esto último lo hice después de que tu magia acabara, pero es que estaba muy cachonda a esas alturas…
Virgi no sabía que pensar ni a que venía todo aquello en realidad.
─¿Queréis que sea vuestro líder o algo así?, ahora mismo estoy aquí metido, y si no salgo es porque no me interesa tener a todas horas a la policía vigilándome, así que tengo planeado seguirles el juego hasta que me suelten dentro de un par de meses.
─Sabremos esperar, mi señor ─aquello sí que hizo que su pene se pusiera duro, y decidió que dejaría que aquella mujer le hiciera una mamada; e incluso la avisaría en el último momento. Cosa que hicieron.
Al día siguiente tuvieron que reforzar el muro maestro, pues el chorro de amor fue demasiado potente debido al orgullo de saber que iba a tener sus primeros súbditos legales.
Los meses pasaron volando, tanto que apenas se dio cuenta, y el día en que le dejaron salir, libre y sin vigilancia, un grupo de por lo menos 60 personas le estaban esperando a la salida.
─Hola, amo ─dijo Sarah, la chica que mi hijo no dejó que muriera mediante chorro de lefa asesina.
─Hola ─respiro hondo, levantó las manos y, en respuesta todos agacharon sus cabezas. Mi hijo sonrió. ─, hijos míos.