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Nunca mientas a un anticristo

Hay un dicho muy gracioso en vuestro mundo, que dice: antes se pilla a un mentiroso que a un cojo. La gracia está en que al no especificar qué tipo de cojo o de mentiroso están en la ecuación, la frase es o una mentira o una exageración. Típico de los humanos, ir de listos sin tener todas las respuestas en sus bolsillos o saber responder al temido ¿por qué? En fin. Pero lo que un mentiroso siempre debe tener en cuenta a la hora de llevar a cabo su arte es que con mi familia (donde entran demonios mayores y menores, espíritus malignos, y todos los anticristos que he ido dejando libres por el mundo) es que no se nos puede mentir. No debe hacerse. Y no lo digo porque sepamos leer las mentes ni cosas así; es porque si nos mientes, la pagas con todo el equipo. El capítulo que estáis a punto de leer es el más claro ejemplo de que Virgilio Delfín es, ha sido, y siempre será, el mejor de los polvos que he hecho en vuestro planeta (en el aspecto de que salió perfecto como hijo, no que lo pasara bien con la Tomasa… que menudo puto asco daba, y ese olor desprendía su putrefacto coño…), porque cuando el día de las elecciones llegó y, tras las votaciones, salieron los resultados, la ira fermentada en lo más hondo de las entrañas de mi hijo explotó de un modo que ni con todas las drogas o absenta del mundo seríais capaces de imaginar o siquiera ver. Avisados quedáis. ─¿Cómo es siquiera posible, mi señor? ─dejó escapar asombrado uno de los más valiosos fieles de mi hijo; el que iba a ser ministro de interior al llegar al poder. ─Mintiendo ─fue un roto susurro, que sonó a ese arañazo mal dado que suelen dar los gatos cuando “juegan” con sus dueños. Y escocía igual. ─Han amañado las elecciones ─la voz de Eva, que estaba casi de 9 meses, era todo rencor y odio por la humanidad, aunque también se distinguían pequeñas pinceladas dirigidas a los fieles que, engañados por las ideologías políticas y el buenrollismo tan presente en la puta sociedad, habían convencido a su amado de que en lugar de destruir todo lo bueno del mundo con el mismo esfuerzo que le costaba mear por las mañana, se metiera en el juego de la política. ─Sí ─la misma profundidad e intriga, la misma calma que llega a los oídos de las personas antes de la peor de las tormentas; así sonaba mi hijo. ─, eso han hecho… La pausa que vino después casi destrozó las paredes de la habitación del salón principal de lo densa que era, de lo profunda y parecida a una brutalidad asesina encerrada en un tarro sin aire y guardado dentro de un horno a 8.000ºC. Sus fieles temblaron, completamente aterrorizados y con la seguridad de que estaban todos a punto de morir, y cuando alguno ya se las veía conmigo en el infierno (alguno incluso mandaba mensajes a sus padres diciéndoles que les quería) Virgi pidió algo que nadie le habían oído solicitar: ─¿Podría alguien traerme el megáfono? Eva sonrió juguetona y húmeda como una perra, pues comprendió al instante lo que su amado estaba a punto de hacer: transmitir su castigo, su ira, cada centímetro de ella, a través del sonido. ─¿Estás seguro, amor? ─la pregunta no buscaba que mi hijo se detuviera, sino hacerle hablar un poco más para llegar al orgasmo solo notando que sus cuerdas vocales temblaban por el rencor que sentía por la especie humana. ─Ellos se lo han buscado ─Eva se corrió en la segundo O que pronunció. En el mismo instante en que Virgilio Delfín transmitió su maleficio a través del mundo, los políticos del partido ganador (una especie de izquierda democrática, podrida de dinero y que echaba y admitía a miembros con la misma arbitrariedad con la que los nazis mataban a los judíos en los campos de concentración) celebraban con champan del caro su victoria. Todos ellos, que sabían que no tendrían que trabajar de verdad durante el resto de su vida, reían y se felicitaban los unos a los otros, y en especial a los encargados de amañar las elecciones al haber sobornado a la empresa encargada de contar los votos (que estaba dirigida por el hermano del supuesto próximo presidente del gobierno). Y cuando estaban a punto de abrir la siguiente botella una voz, en su interior, les dijo que estaba ocurriendo algo demasiado malo para siquiera ser imaginado. Algo que lo cambiaría todo, para mal. Los teléfonos privados de todos ellos, al igual que del resto del mundo, empezaron a sonar, y al contestar encontraba al otro lado de la línea a alguien anunciando que lo inimaginable estaba ocurriendo. Que las cabras, esos amigables animales que eran jodidamente tiernos al horno, se habían alzado sobre sus patas traseras y, con los ojos inyectados en sangre y sedientas de amor, estaban violando a la humanidad. Primero empezaron por las vírgenes, que para las cabras eran los bebes recién nacidos, las viejas que no habían sido folladas como estaba mandado desde que alcanzaron la viudedad, y finalmente las mujeres casadas (el matrimonio y sus cosas). No miraron en ningún momento qué agujero mancillaban, porque el único fin que buscaban era llegar hasta el corazón de todas ellas a base de embestidas con sus erectos y monstruosamente largos rabos (los dos), que habrían puesto pálido de envidia al que, durante el siglo XXI, llamaban “el negro del whassapp”. La carne de los rectos y las vulvas se desprendía de los cuerpos como la mantequilla caliente de una rebanada de pan (y con el mismo sabor y color), creando chascos burbujeantes de los que, a los pocos segundos, salían pequeñas cabras, en proporción 1:4000, con sus mini-monstruosos miembros listos para hacer de los oídos ajenos su nuevo almacén de espeso esperma. Para sorpresa de un servidor, lo que menos me impactó fue ver como numerosos grupos de cabras violaban por turnos, o al mismo tiempo, a bebes lactantes con chupetes de la Patrulla Canina, porque como nunca supe ver la belleza en algo rosado, arrugado, y que no dejaba de babear (tres adjetivos que me recuerdan, inevitablemente, a la punta de un pene), aquellas futuras vidas perdidas me parecían menos importantes que mis deposiciones mañaneras. Cuando todas las mujeres vírgenes del planeta fueron destrozadas, rellenadas, partidas en dos y, algunas por placer, empaladas en lo alto de las mezquitas de la zona, llegó el turno de las jovencitas y de los hombres (sin importar la edad), que daba la casualidad de que en la mayoría de los casos estaban teniendo relaciones los unos con los otros de forma extramatrimonial, o empezaban aventuras tras divorcios dolorosos, que como todo el mundo sabe se curan follando, follando, y follando. Estos últimos sufridores de la ira de Virgilio, que además también daba la casualidad de que eran los culpables de la mentira que había detrás de las elecciones, fueron los que más gritaron y se retorcieron, cuando después de ser secuestrados por las cabras, y transportados a almacenes abandonados con olor a sobaco de suegra que lleva cocinando tres horas el menú de Navidad, sus bocas, llenas de mentiras y falsedades, se transformaron en agujeros negros que absorbían sin descanso todos los desperdicios que cubrían la Tierra; desde el metal oxidado (perteneciente a vallas fronterizas manchadas de sangre tanto de policía como de extranjero), pasando por los desechos hospitalarios (donde había: jeringuillas que contenían mezcla de sangres de diferentes enfermos de hepatitis, bisturís recién usados para extirpar tumores alojados en el colón de cantantes de ópera o de pulmones de cantantes de rock español, o batas cubiertas de las últimas heces de un anciano muerto por un ataque al corazón; por decir solo unos ejemplos) y, desde luego, todos los restos de cadáveres que cubrían el suelo del mundo, el cual no podía verse debido a la cantidad de cuerpos y carne arrancada que, como una inmensa y eterna alfombra, rodeaba la esfera azul del sistema solar. Los hombres y las jovencitas no solo veían como todo aquello entraba dentro de sus bocas, sino que debían degustar cada gota de sabor, cada milímetro de mugre, y hacerlo suyo en el cerebro para siempre; que solía ser 1 minuto porque, sinceramente, el humano medio no está listo para tanta suciedad. Y eso que lleva viviendo con ella toda la vida. ─Mi amor, creo que es tu mayor obra de arte hasta la fecha ─la mano de Eva masturbaba a mi hijo, preparándole para las mamadas que estaba a punto de recibir de sus fieles para compensar el fallo de haberle convencido para presentarse a las elecciones. ─No, Eva ─le acarició el pelo con cariño. ─. Lo peor está por venir…


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