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El nacimiento del nuevo Rey

Como todo el mundo sabe, el genocidio es una de las cosas más agotadoras que existen. No hay ningún dictador, asesino en serie, pederasta, terrorista o profesor de matemáticas de EGB que pueda llevar a cabo su cometido y, sin inmutarse, continuar con su vida como si tal cosa. Es, simple y llanamente, imposible a todos los niveles. Tras la explosión de muertes y destrucción, de no dejar sobre la Tierra un orificio que profanar, Virgilio Delfín permaneció un mes entero sin salir del sótano de la casa. 30 días en los que todos sus fieles se preguntaban cada minuto qué era lo que estaba maquinando mi hijo tanto tiempo apartado del mundo y, lo más preocupante, lejos del sexo grupal y de su amada Eva, que iba a parir de un momento a otro. Al haber echado el pestillo y amenazado de muerte a todo el que se atreviera a siquiera llamar a la puerta, el interrogante que sobrevolaba las cabezas de todos sus fieles era obvia: ¿estamos sentenciados? ─No os preocupéis, hermanos ─solía decirles Eva tras la cena. ─, mi querido Virgi está descansando como un oso en invierno, esta… ─Hibernando ─soltó sin avisar una chica rubia y de bella faz, levantando la mano y sonriendo pizpiretamente. ─Eso iba a decir, hermana Paula ─los ojos de Eva fueron a parar a uno de sus guardaespaldas que, inteligente y rápido, agarró a la rubia de su larga melena y la arrastró hasta la cocina, donde la apaleó, violó, desmembró y, como postre, volvió a violar, todo sin darse cuenta de que la cocina era de barra americana y todos estaban siendo testigos del castigo por haber tratado de tonta a la futura madre del hijo del anticristo. ─¿Puedo seguir? ─todos asintieron con rapidez, asustados y algo cachondos por la sangre derramada y el tamaño del miembro del guardaespaldas, que se limpiaba la punta del pene de sangre y semen con una toallitas con olor a menta de las que se usan para limpiar el culito de los bebés. ─, como os decía, mi Virgilio no corre peligro, y nosotros tampoco. Solo necesita un poco de sosiego después de tantos meses de masacres, estrés y discursos políticos que, como todos lo que se pronuncian, estaban plagados de mentiras, falsas promesas y amenazas encubiertas. ─Sí, mi señora ─el coro de los fieles a la causa de Virgi fue tan férreo y perfectamente acompasado que el tátaratátara hijo de Risto Mejide (que tenía un severo retraso mental por aquello de que la inteligencia de la madre siempre se hereda) aplaudió y les puso una nota de 65; y he sido muy generoso, añadió. Los días pasaron y las tareas de los seguidores de Virgi se iban haciendo, aunque con menos alegría y razón, pues al no tener a un líder firme al que temer y seguir, uno que te ordenase qué hacer y pensar, la masa humana acaba perdiéndose en sus propias ideas (las cuales no suele tener al no pensar siquiera), surgiendo así las depresiones, recaídas en adicciones del pasado, y el suicidio como resultado. Porque, como cualquier dios del tres al cuarto sabe, no se puede crean una forma de vida y darle voluntad para ir por su propio pie en la dirección correcta; es algo que solo surge cuando el ser es de algún modo extraordinario, y desde luego eso no abunda. Los ruidos que provenían del sótano tampoco eran del todo tranquilizadores, pues recordaban con demasiada perfección a un grupo de jabalíes copulando mientras una banda de gaiteros navarros trataban de hacer una versión del Maneras de Vivir, de Rosendo. Había veces en que incluso tenía ritmo, pero era debido a que el eco del estruendo era mayor, llegando a los oídos de sus fieles algo que nada tenía en común con el original. Eva, por su parte, seguía aparentando tranquilidad aunque, en realidad, los dolores del inminente parto hacían que cada paso que daba, cada paja que se hacía, incluso cada gota de orina que expulsaba, fuera similar a un puñado de niños de Bilbo jugando a lanzarse piedras entre ellos: peligroso, sin sentido, y divertido al mismo tiempo. ─Hermanos ─anunció una mañana, justo cuando se estaba sirviendo su primer carajillo de Magno del día. ─, creo que he roto aguas… Aquello puso en alerta a la casa entera, y se pulsó el botón de la alarma que habían fabricado un domingo de esos con resaca en los que no apetece hacer nada de verdadero provecho. La canción de la Cucaracha, versionada por Medina Azahara, retumbó por cada pared y techo del hogar del grupo de Virgi, y cada uno tomó sus asignadas posiciones en vista de lo que iba a pasar. ─¡A vuestros puestos! ─grito uno de los guardaespaldas desde el lavabo, pues todo aquel lío le había pillado luchando contra el cocido que se había comido el día anterior. Los encargados de las toallas y el agua caliente (que nadie sabía para que servían, pero si lo decían en las películas tenía que ser cierto) cumplieron su cometido, igual que los enfermeros (que habían visto en bucle todas las temporadas de Scrubs), los vigilantes (que... vigilaban que todo fuera bien) y los avisadores, cuya misión era echarle huevos y avisar a mi hijo de que el parto estaba de camino. Habían sido escogidos por votación popular democrática, cuya pregunta era ¿Quién no te importaría que muriese ahora mismo?, saliendo elegidos una pareja insoportablemente empalagosa y estúpidamente simpática, que solo seguían vivos en aquella casa por los melones operados de ella y el tremendo trabuco de él. ─¿Gran líder? ─susurró ella, escondida detrás de una mesa de caoba que habían arrastrado hasta la puerta del sótano, a modo de escudo. ─, debemos decirle que su hijo está a punto de nac… Con la violencia de un latigazo, e igual de placentero, la puerta de abrió de par en par, aplastando entre la pared y ella a la pareja, que habían dedicado mucho tiempo a escoger un improvisado escudo pero no para vigilar la dirección en la que se abría la puerta. Del umbral salió una figura extraña, oscura como la noche y sudorosa como los muslos de una prostituta de carretera en agosto, que, con una tranquilidad pasmosa, comenzó a recorrer la casa en dirección a los gritos de agonía de Eva, que había dilatado unos escasos 80 centímetros. A su paso los fieles abrían la boca al no comprender lo que estaban viendo y buscando, ya fuera en los ojos, la media sonrisa, o en el tamaño del pene que iba de muslo a muslo, algo que fuera la viva imagen de mi hijo; pero a todos les costó horrores. ─¿Virgi? ─consiguió escupir Eva al tener delante a su amado que, como una mariposa, había mutado de un simple muchacho a una figura corpulenta, oscura e intimidatoria, que la miraba orgulloso de lo que estaba pasando pero en todo momento alerta. ─Eva, querida. Soy yo, pero no soy yo… ─Por la polla eres tú. ─Hay cosas que ni todos los cambios del mundo pueden cambiar, pero no te preocupes por mi nuevo aspecto; ahora lo importante es ese pequeño que está por venir. Se agachó, y pasando de la puta cara de todos los que estaban ahí asomados con sus batas y estetoscopios, metió una mano dentro de Eva, agarró del cuello al niño (que había ido empujando en dirección contraria a la salida hasta casi llegar hasta los pulmones de su madre) y tiró sin miedo, sacándolo de su escondite y, tras darle un puñetazo en el estómago por remolón, haciéndole llorar. ─Es tu hijo… ─lloraba Eva, orgullosa por haber sobrevivido a aquello y tener, hasta donde podía ver, un niño sano. ─Sí, querida. Es un niño… y está sano ─después vomitó sangre sobre él para bautizarlo. ─Bienvenido al mundo ─le susurró. ─, Yisus.  


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